LOS COLORES DE SEMANA SANTA. SAN PEDRO ERA CALVO. LOS RESPONSORIOS DE TOMÁS LUIS DE VITORIA. EL TENEBRARIO
De aquellos días de mi infancia hago memoria que como consecuencia de las veleidades del calendario gregoriano y al no caer la Pascua en fecha fija sino variable el tiempo era frío si la Resurrección era festejada a primeros de marzo y alegre y gozosa cuando la epacta a la semana grande con fechas de últimos de abril. Verdadera pascua de flores. Había que confesar y comulgar para ponerse a bien con Dios. Los campos estaban que daba gusto mirarlos porque no había domingos sin sol ni doncellas sin amor. La efervescencia de la naturaleza se mostraba rotunda en las mieses que encañaban, las ramas de los árboles que abrían sus pimpollos las noches que eran más cortas y las tardes más largas y que las muchachas en flor acusaban esa rotundidad de la naturaleza que pronunciaba las curvas de sus talles, el alabeo de sus senos y la sonrisa de sus rostros. Al regresar de los paseos y de las visitas a los monumentos los seminaristas conocían el cosquilleo del primer amor que había de ser platónico por supuesto y que dejaba en el corazón un poso de dicha y de tristeza. El torrente de la sangre estaba ahí pero la voz de la Teología mandaba callar a las células. Echa el freno, magdaleno, tú vas a ser cura, mantente en castidad. Una mirada, una sonrisa de aquellas muchachas que estudiaban Magisterio o estaban internas en las jesuitinas o en las concepcionistas a más de uno lo volvieron tarumba. La primavera había venido y algunos pensaban haberse vuelto modorros y no es que estuvieran modorros, es que habían conocido a una chica que les hacía tilín. Desconocían su nombre, no habían hablado con ellas. Sólo un encuentro casual en el cancel de una de las muchas iglesias donde se hacía el recorrido habitual de las siete estaciones y los siete padrenuestros. Como mucho el contacto había quedado reducido a ofrecerles el agua bendita al entrar o salir para santiguarse. En el talego de la muda con la ropa blanca venía aparte del condumio (el choricillo del pueblo, una morcilla, alguna que otra lata de sardinas y un poco de queso con un recado de la madre escrito con letra apresurada de la madre: Ten, hijo, para que no pases hambre, hinca los codos, no armes bulla, no te metas en ciscos, reza las tres Avemarías antes de acostarte, los calcetines cámbiatelos todos los días para que no huelan los pinrreles que en eso has salido a tu padre, ahorra y no gastes porque ya sabes como estamos, yo he tenido que coger huéspedes a pupilo para pagarte la carrera, procura no coger frío, etc… mamá no tengo un real, sólo me compro una bamba algunos días cuando viene con nosotros la señá Isabel con el cesto cuando salimos de paseo porque me da mucha pena la pobre, no hablo más que en los recreos, me aplico, soy bueno, etc…) venían las Rimas de Bécquer y algunos los más audaces se atrevieron a Encargar el Decamerón de Bocacho con la posibilidad de que libro tan amoroso y tan procaz pudiera ser confiscado por la autoridad competente.
-Aguado, pero ¿cómo se atreve a leer semejantes porquerías?
-Es que, don Eloy, nos lo ha mandado don Tirso el profesor de literatura para un trabajo.
-Es que… es que. Pero ¿tú no sabías, pedazo de majadero, lo que es el Índice?
-No, señor.
-Pues leer a Bocacho es un pecado gordísimo. Es un libro prohibido. Aguado, estás en pecado mortal. Ya estás subiendo ahora mismo al cuarto del padre Mañanas a confesar tu falta ante el confesor bendito.
Aguado hizo un gesto de contrariedad porque la penitencia que le mandaba superaba con creces el cuerpo del delito y el director espiritual se hinchaba a hacer preguntas, era muy tocón y algunos habían tenido que salir de naja de la celda de aquel jesuita pegando un respingo. El niño empezó a llorar:
-Pero si yo no lo he leído, prefecto, ni siquiera lo hojeé. Mire, está sin abrir
y entre lágrimas le mostró el opúsculo intonso editado por Miñón una casa de Valladolid especialista en libros clásicos.
-Bueno, por una vez pase-dijo el maestrillo no del todo convencido.
Aguado se quedó sin libro. Don Eloy se metió la obra prohibida en el bolsillo de su sotana y mandó al muchacho que aquella noche no bajara al refectorio. A la cama sin cenar.
Los que presenciamos la escena mientras girábamos por el cuadrado de los tránsitos nos reíamos para nuestros adentros pues intonso y todo Aguado había leído los cuentos que ocurren en la despreocupada y nada melindrosa Verona del siglo XIII contándonos de que iban algunos de los chascarrillos sobre todo el del Hortelanillo de las monjas que era mudo. Todas y cada una de las religiosas pasaron por su cabaña incluso la madre superiora. Muchos años más tarde cuando en un cine de Londres vi la película magistralmente narrada por Passolini no pude menos de acordarme de Aguado y sus aflicciones con don Eloy que le había tomado ojeriza y me deleité con la secuencia de la madre superiora que se alza el hábito-uno de los preceptos de la regla clarisa era que las religiosas no llevasen ninguna ropa interior como penitencia debajo de la estameña- y apareció in puribus. El hortelano que supuestamente era mudo y harto de tanto laboreo sexual prorrumpe en un grito:
-No, madre, otra vez no.
Todas las monjas acudieron al escuchar tan formidable vozarrón. Y creyeron que era milagro. Cachondeos aparte, los seminaristas también tenían su corazoncito y no eran inmunes a los dardos de Cupido en aquellas tardes de domingo sin amor. Muchos empezaron a escribir poemas y a llevar un diario. No sé lo que me pasa. Hoy la he visto. Ayer no me miró. Estoy modorro… En definitiva, es lo que hacen todos los adolescentes del mundo. Pero nosotros éramos diferentes. Teníamos que ser santos y disfrutar de otra clase de bellezas más espirituales. Creo que la Iglesia es sabia al formular tales reconvenciones sobre los peligros de la carne, las veleidades del sexo y del afecto. No escuchéis los cantos de sirena. Oídos sordos. Recordad a Ulises. Una simple falta puede ser una concesión a la fatalidad y el predicador del Sermón de las Siete Palabras era de los que ponían los paños al púlpito, no tenía pelos en la lengua, no paraba en barras. Hijitos míos… para siempre… para siempre. Y describía con tanta viveza y prosapia los terrores del infierno que en los bancos de atrás se escuchaban jipios de almas conmovidas que ante la meditación de las penas del infierno eran incapaces de contener las lágrimas. La pena del fuego era menor según él que el tormento de la sed… esa gota de agua que golpeará la cabeza de los condenados y nunca la podrán beber… para siempre… toda la eternidad… sitio, clamó Jesús en la cruz tengo sed y le pasaron por los labios una esponja empapada en vinagre con hiel. Y todo por unos malos pasados por un pecado mortal que cometí aquel día y el pecado mortal para nosotros en aquellos días sólo tenía que ver con la infracción de un mandamiento el sexo. Obsesión fatal. Un pensamiento impuro y acababas en las calderas de Pedro Botero. Una idea fija que ahora me haría sonreír con melancolía. Nos querían capar sin duda. De eunucos es el reino de los cielos. Era muy duro desatender a la convocatoria de los sentidos cuando todo despierta en tu organismo adolescente y hay añoranza de belleza y de paraíso en aquellas tardes sin amor mientras veíamos pasar a nuestro lado a las muchachas en flor. Sus madres prorrumpían en aplausos:
-Ya estan ahí los curiñas. Pobres que majos.
Había uno muy guapo Montoro que parecía el vivo retrato de Santa Inés o de San Gonzaga y una abuela saltó en medio de la terna y se lo comía a besos. Montoro se puso colorado como una berenjena.
-Quite, quite, señora, que me va a hacer perder la compostura y me piso la sotana.
-Guapo.
Los piropos de la buena mujer no le depararon grandes satisfacciones en nuestros corros. Carrasco le llamó marica pero como era muy inocente preguntó:
-Y eso ¿qué es?
Asi andábamos de inocentes por entonces aquellos pipiolos. No nos había bataneado la vida. Las turbas nos decía el padre Mañanas en sus platicas son volubles de criterio y pronto mudan de parecer. Mirad lo que le ocurrió a Jesús en Jerusalén los hosannas y vitorees del domingo de ramos se transformaron en gritos de crucifícale. Los besos de la anciana llena de ternura que algunos dijeron que era Santa Isabel que había resucitado para ver pasar a los curillas hacia Baterías eran arrebatos maternales que nada tendrían que ver con lo que le ocurrió a Montoro el cual después de colgar la sotana se matriculó en derecho y se hizo de los de la cuadrilla de Felipe González. Seguía teniendo un buen fondo de armario y en una asamblea en la Facultad de aquellas del 68 mientras largaba un discurso se levantó una moza y de buenas a primeras le desencajó una proposición pecaminosa:
-Quiero un hijo tuyo
-¿Ahora?
-Sí ahora. Soy una mujer liberada.
Semejante caso no ocurría ni en las películas de Fellini cuando los locos se subían a los árboles y pedían a voces que les trajesen una señora. Voglio una donna. Montoro era mucho Montoro; se casó con una muy guapa una tal Carmen y tuvieron unos hijos preciosos, los dos eran del PSOE y los dos acabaron divorciándose. En parte llevaban razón nuestros padres maestros al recomendarnos tiento en nuestras relaciones sentimentales. Y uno de ellos don José Pedro Carrero que había leído a Nietzsche nos endilgaba el consejo de Zaratrusta: “Cuando vayas con una mujer no olvides la tralla”.
Aunque a nosotros crédulos e ignorantes y sin saber lo que era el mundo nos pareciese de otra manera la belleza y el amor son otra cosa. Nada tienen que ver con la fuerza del instinto ni la concupiscencia animal. La belleza carece de sexo pero Ulises sucumbió a los encantos de Ariadna y perdió el hilo. Nosotros ¿qué sabíamos? El corazón humano posee una inmensa sed de belleza un anhelo de eternidad, un deseo vehemente de divinidad y eso sólo podía encontrarse en los sueños, en los libros, en el trazado de las catedrales donde resonaban augustas las voces del diacono cantando la Passio o escuchando los motetes de Palestrina y del Padre Tomás Luis de Vitoria que escuchábamos entonces o recitando los improperios e himnos del oficio divino hispanovisgótico llenos de majestad latina y de sentimientos de amor y perdón. Cristo nos había redimido con sus dolores y devueltos a aquella vida y a aquel sol y a aquella luz de Segovia que parecía llenar de claridad el corazón. No podía ser posible que por mirar a una muchacha o tener una polución nocturna te mandasen a los infiernos para siempre… para siempre. Había una desproporción entre la pena y la culpa pero la sed de vivir se manifestaba en aquellos poemas que leíamos a hurtadillas de Juan Ramón o de García Lorca o de Alberti o Gerardo diego. Me metí entre pecho y espalda a todos los poetas del 27 a la luz de una linterna en mi camarilla. Nadie nos había dicho que Alberti o Lorca eran rojos. Asistíamos a los coloquios del cine club y nos convertimos en cinéfilos de las grandes cintas italianas y francesas de los 50 y 60 (Goddard, Aldo Fabrizzi, Totó, Vittorio de Sicca, Antonioni, Trufeau) y fatigábamos el cuerpo en las tardes de paseo pataleando un balón en campos de tierra. Luego bajamos al refectorio a merendar nuestro trozo de queso americano un vaso de leche en polvo y tres galletas. Algunos renqueaban en la fila por las agujetas y se le marcaba la marca del bonete sobre sus melondras rapadas al cero. Pero en Semana Santa no había paseos (deambulatio) pasábamos la mayor parte del día en la iglesia y el Viernes Santo día de ayuno nos daban limonada. Se había muerto Dios. En el cuartel los soldados del regimiento hacían guardia con el fusil a la funerala. Pasaba bien la limonada y la mojábamos con pan. Un jueves santo como tenía sed me bebía cuatro vasos de aquella sopilla. Me entraron risas, me rilaban las piernas pero a pesar del día de luto yo me sentía muy alegre. Sin llegar a la borrachera me puse un poco piripi. A la hora de las preces ya estaba chispa.
-Parrita que la coges
-No pasa nada, Valdivieso. Sangre de Cristo.
-Laus tibi Deo- respondió entre carcajadas el hijo del cabo de Vegafría- Hoy vas a dormir bien.
El vino para mí ha guardado desde entonces el secreto de los gozo y las sombras de la vida. Es un anestésico contra los grandes dolores de la existencia pero es un tósigo. Peligro. Viva el vino y las mujeres pero el vino que viva mucho más que las mujeres. Era mi primer contacto con Erifos un dios misericordioso y eucarístico pero traicionero.
-¿Buscas la catarsis?
-Huyo de mí mismo
Judas se ahorcó y en los pasos de la procesión siempre lo pintaban pelirrojo y con barba de azafrán. A San Pedro Calvo y algo tosco a san Juan de verde y la Verónica Maria de Cleofás y a la Virgen María de azul al pie de la cruz. Cristo nuestro salvador iba de colorado como aquel vino tinto de las refacciones de Miércoles Santo que infundía bríos melancólicos. Por Judas siempre sentí compasión. Amaba el dinero y era algo beodo. Su traición estaba escrita por el destino. Cumplía un destino inexorable un papel que se le había asignado. Verdaderamente aquel apóstol que ha venido a encarnar la ira y la abyección que ha sentido la humanidad contra el pueblo judío no era libre. Podía bien haberse ahorcado de una rama del moral centenario que vigilaba nuestros juegos en la huerta cerca de la campana y del frontón a la trasera del cine Cervantes. Al lado de acá estaba un patio semiabandonado donde tenían el convento las monjas que nos cuidaban y llamábamos Carboneras y justo enfrente del refectorio estaba el torreón una de esas torres almenadas que son frecuentes en las ciudades de Castilla la Vieja. Había sido el lugar donde se instalaba el cuarto de guardia que vigilaban por la noche desde el tiempo de los romanos. Era un tétrico lugar. Abajo se situaban unos cuartos oscuros que antaño fueron calabozos y arriba había un secadero para poner la ropa a tender. Era la cárcel del seminario. Los alumnos díscolos e incorregibles los que habían cometido alguna falta grave eran castigados a pasar en una de sus celdas dos días a pan y agua por el rector pero esta serie de castigos no eran frecuentes en el tiempo que yo lo conocí. Sin embargo, siglos atrás los jesuitas lo habían utilizado como cárcel más que para punir a algún postulante como una de las numerosos pruebas para mostrar la verdadera vocación a los estudiantes del noviciado. Lo llamábamos la Torre Antonia.
Las procesiones eran interminables y acabamos rendidos acompañante a los cristos muertos y a las dolorosas de los siete cuchillos. La más popular era la de Santa Eulalia que competía con la de San Millán que era una talla de Aniceto Mariñas de María al pie de la cruz muy valiosa. Nos acotábamos tarde y nos levantábamos al amanecer porque teníamos que asistir al rosario de la Aurora. Veíamos salir el sol por la Mujer Muerta e íbamos en fila india acompañando a los cofrades y a algunas beatas descalzas y arrastrando cadenas otras con los brazos en cruz que cantaban el “Perdona tu pueblo, Señor”, el “Amante Jesús mío” y el “Sálvame, Virgen María. Sin embargo la parte más impresionante de nuestra semana santa eran los oficios de Miércoles Santo en que se celebraban las tinieblas. Se cantaban catorce salmos a cada uno de los cuales correspondía una vela del candelabro o tenebrario con los improperios de Jeremías y las lecciones y la iglesia a rebosar vivía el momento con intensidad en medio de un silencio impresionante interrumpido por el golpeo de los bancos o el sonar de la carraca. Tambien se cantaban los motetes de Palestrina y de Tomás Luis de Vitoria, el “Popule meus”, el “Caligaverunt” con las estrofas de la pasión.
continuará